Desatar la innovación. ¿Programar la innovación? ¿Medir la innovación?
Innovación es una de esas palabras con significado elástico que hemos incorporado con más o menos acierto a nuestro discurso diario y que sazona desde hace tiempo, como quien pone azúcar en el café, la retórica con la que se presentan las empresas e incluso los líderes políticos. Todo el mundo innova o quiere innovar. Lamentablemente en España la innovación no pasa en muchas ocasiones de esa retórica, a tenor de lo que indica el Informe COTEC 2015 sobre la evolución de la I+D+i, en el que los indicadores más relevantes empeoran desde el año 2012 de manera preocupante, tanto en el sector público como en el privado.
En esta línea, según McKinsey el 70% de los líderes empresariales pregonan a los cuatro vientos lo esencial de la innovación en el desarrollo de su estrategias corporativas mientras que sólo el 22% llevan cabo una evaluación del resultado real de esa innovación.
Cuando hablamos de generar innovación, parece que la única certeza es que no hay certezas, salvo quizá la presencia casi recurrente de capital intelectual, financiación y diversidad social. Más allá de esto (considerados únicamente como ingredientes necesarios y no suficientes), las recetas para desatar la innovación divergen enormemente en función del sector económico, el tipo de empresa o la posición del analista de turno. Por ello se debate con pasión de forma recurrente sobre si existen mecanismos que permitan planificar o sistematizar la innovación en las empresas, y si, en consecuencia, la innovación se puede medir, e incluso si esto último es adecuado.
Con estas cuestiones sobre la mesa pretendo resumir para la reflexión lo que algunos de los expertos plantean en el ámbito de la innovación. Para ello voy a comenzar estableciendo, aunque sea de manera simplista, dos grandes bloques de pensamiento enfrentados cuando hablamos de “generar” innovación: Por un lado la opinión que defiende que la innovación es un proceso cuya naturaleza es incontrolable donde las restricciones son el enemigo de la creatividad y, por tanto, es difícil sistematizar y medir, y por otro, el pensamiento que propugna que la innovación, como cualquier otro proceso empresarial debe ser planificado, medido y alejado del azar. En esta forzada disyuntiva podemos situar de partida a los consejos de administración e inversores en el lado en el que se espera una innovación con “números”, mientras que los creativos e investigadores prefieren oír hablar de entornos o ecosistemas favorables para la innovación. ¿Creatividad vs. Resultados? Quizá haya demasiado “vuelo raso” o demasiado “common wisdom” en las anteriores afirmaciones y la realidad no sea tan binaria.
En el último panel sobre el estado de la innovación de 2015 que elabora el Boston Consulting Group uno de los titulares más destacados es que las grandes compañías innovadoras son aquellas que se muestran excelentes aplicando metodologías LEAN que incluyen entre sus prácticas ciclos cortos de desarrollo de producto y múltiples iteraciones, cultura del fracaso, integración sistemática entre funciones dentro de la compañía, definición de especificaciones de producto etc. Lo que refleja esta encuesta es que las empresas que más éxito tienen con el I+D son aquellas que dan especial relevancia al proceso mismo de I+D, rompiendo de alguna manera la creencia de que demasiado proceso mata la creatividad. La clave de la cuestión puede estar según los investigadores en que una aproximación LEAN no sólo se preocupa por la eficiencia en la ejecución (los números) sino que también mejora sustancialmente el proceso de decisión sobre aquello en lo que apostar, considerando el I+D y la posterior innovación como un proceso de aprendizaje en el que se explora lo desconocido.
Para Donald Sull (MIT Sloan Scholl) se trata de establecer unas “reglas simples” en la compañía que permitan llevar a cabo un proceso “disciplinado” para que la innovación florezca sin que la eficiencia sufra. Este conjunto de reglas deben elegirse con mucho cuidado y a la medida de la organización en la que se van a aplicar, deben ser pocas, con sentido y enfoque en lo que se busca, manteniendo la esencia de la organización y sus actividades, (evitando los principios generales amplios a toda costa) y deben dejar espacio, en todo caso, para la discrecionalidad y la creatividad. Por tanto, se trata de un balance adecuado y preciso entre un marco de acción concreto, alineado con la estrategia corporativa, y cierta libertad de acción creativa. Esta aproximación, asegura Sull, encaja muy bien con el mantenimiento de un tipo “innovación sostenida”, incremental si queremos, apoyada en productos y servicios existentes, superando la noción de innovación como únicamente aquella actividad que nos lleve a descubrir productos o servicios radicales o disruptivos.
Gary Pisano (HBR) apunta que la clave por la que resulta tan complicado desarrollar y mantener la capacidad de innovación de las empresas es debido, mucho más, a la falta de un estrategia de innovación que a la ejecución. Según este autor, las empresas deben definir con claridad una estrategia de innovación con objetivos y metas muy claros que debe estar 100% alineada con la estrategia general de negocio de la compañía y su propuesta de valor nuclear, tanto es así como que la estrategia de innovación de la compañía debe estar encabezada desde el máximo nivel. Pisano aboga por establecer un sistema de innovación encastrado en la organización que dé coherencia a multitud de medidas que de otra manera se tomarían de manera aislada e inconexa en múltiples departamentos, para mejorar la búsqueda de nuevos problemas y soluciones, convertir las ideas en modelos de negocio y nuevos productos y, en última instancia, mejorar el proceso de decisión sobre qué debe ser financiado. En todo caso para Pisano una buen estrategia de innovación debe responder sobre 1) cómo crear valor para los potenciales clientes, 2) cómo la compañía puede capturar parte de ese valor, 3) qué tipo/s de innovación es la que necesita nuestra compañía y 4) qué recursos vamos a dedicar a cada una de ellas.
En el grupo de los que establecen sistemáticas para la innovación debo obligatoriamente citar a W. Chan Kim (INSEAD y BCG) y Reneé Mauborgne (INSEAD) creadores de lo que se denomina la “Blue Ocean Strategy” cuyo objetivo es crear/descubrir desde la empresa nuevos mercados (productos, servicios, modelos de negocio) donde la competencia sea irrelevante gracias a la aplicación de un paquete de medidas sistemáticas que permitan alinear de manera virtuosa el valor para el cliente, la diferenciación y el low-cost. No confundir el Blue Ocean con la innovación disruptiva, como ellos mismos aclaran, puesto que esta última lleva aparejada un proceso de destrucción creativa (caso fotografía digital), mientras que la primera se afana mucho más en reconstruir o extender los límites del mercado ya existente (caso Southern Airlines).
Un caso bien conocido que viene a echar bastante pimienta en el debate es el de la multinacional 3M, la que durante muchos años ocupó el primer puesto de los rankings mundiales de innovación. Con el objetivo de mejorar los ratios de eficiencia, 3M contrató a uno de los gurús de la disciplina en los procesos James McNerney, ex-directivo de General Electric y discípulo aventajado de Jack Welch, ex-CEO de GE. McNerney implantó en 3M el sistema de gestión SIX-SIGMA que tan buenos resultados había producido en GE, gracias a un enfoque de fuerte disciplina para reducir la variabilidad de los procesos (mayor previsibilidad) generando ahorros importantes de tiempo y de dinero a la compañía. En pocos años McNerney abandonó 3M (se fue a Boeing) habiendo mejorado desde luego la eficiencia y los beneficios de la compañía, sin embargo 3M cayó del puesto número 1 en innovación en 2004 (según ranking BCG) al número 7 en 2007. ¿Es esto sostenible a largo plazo para una compañía que depende fuertemente de la innovación disruptiva? Además, ¿No es relativamente fácil reducir costes y aumentar la eficiencia a corto en una compañía que ha basado todo su crecimiento en una fuerte apuesta por la I+D+i?
El nuevo CEO de 3M, George Buckley, tuvo claro que no se puede “programar” con un sistema de gestión como Six-Sigma (ni con cualquier otro) la generación de ideas buenas, ni se puede dar por supuesto que lo que ha funcionado y ha sido efectivo en un contexto lo sea en otro completamente diferente: El análisis estadístico puede generar información sin ambigüedades, ayudar a tomar mejores decisiones, reducir costes y mejorar con ello la eficiencia, siempre y cuando conozcas los resultados que pretendes controlar. Pero ¿qué ocurre si no conoces siquiera la naturaleza del problema que pretendes definir y resolver?
Art Fry, uno de los científicos (ya retirado) que inventó el famoso “post-it” en 3M lo tiene claro: “La innovación es un juego de grandes números. Debes generar 5000 o 6000 ideas para destilar un modelo de negocio viable” mientras que un sistema como Six-Sigma lo que propugna es dar con la idea buena al primer golpe.
Otro caso de apuesta fuerte por la libertad creativa dentro de la compañía es el de la farmacéutica ROCHE. Su CEO, Severin Schwan, reconoce que uno de los principios nucleares de la estrategia de innovación de la compañía consiste en descentralizar la misma dando a sus investigadores la suficiente libertad para ser creativos, potenciando la capacidad y el coraje para tomar riesgos en los niveles adecuados de la organización. Para Schwan “la calidad de las decisiones empeora sustancialmente cuanto más arriba se delegan”. Otro elemento clave para Roche en la política de innovación es potenciar la diversidad de los equipos, algo que sin duda una multinacional de este calibre se puede permitir con relativa facilidad.
¿Medir la innovación?
Cuando a Schwan se le pregunta si ROCHE mide el I+D con indicadores como la “productividad de la investigación”, la “tasa interna de retorno” etc. contesta: “Considero que es absurdo. Llevado al extremo los indicadores sólo introducen burocracia y matan la innovación”. Schwan prefiere llevar a cabo una “planificación de escenarios” para tomar decisiones de inversión en innovación y practicar una mirada retrospectiva que permita conocer qué es lo que ha ido mal, si tenemos el equipo adecuado y si la gobernanza es la correcta. Schwan se muestra también rotundo al afirmar que prefiere un 10% más de innovación que un 10% más de eficiencia en su compañía. Es preciso tener en cuenta en este análisis que ROCHE no es una compañía convencional, ni por su sector de negocio, ni por su propiedad (familiar) y que define su estrategia para ciclos de 30 años nada más y nada menos.
En el otro extremo existen, por descontado, los integristas de la gestión por indicadores. Lo que no se mide no se puede gestionar, aunque en el caso de la innovación, se traten de introducir, junto con lo cuantitativo (aunque sea a martillazos), un conjunto de indicadores cualitativos. Soren Kaplan, autor del best-seller Leapfrogging apuesta por esta doble contabilidad para tratar de establecer una medida objetiva de resultados frente a lo que denomina la “noción nebulosa o ensoñación de la creatividad” en las empresas debajo de la cual no hay nada. Así propone indicadores cualitativos como “número de ideas que llevan a generar patentes”, “número de equipos que envían proyectos a premios de innovación”, “ideas generadas por clientes en procesos de innovación abierta” etc. En todo caso reconoce la extrema dificultad para establecer qué es lo que hay que medir, y aboga por desarrollar un proceso que desarrolle una cultura de la innovación propia en cada compañía.
En esta dirección insiste Scott Anthony (HBR), destacando la gran dificultad que existe para medir la innovación: “No existe un consenso sobre qué es lo que indica que una compañía sea innovadora”. De hecho los propios rankings (de prestigio) de innovación muestran una gran dispersión a la hora de presentar los casos más destacados.
Anthony apuesta por adoptar y reformar uno de los indicadores más intuitivos y directos (a priori) para medir la innovación: el ROII – “Return On Innovation Investment” que se calcula como el ratio entre los Beneficios o flujos de caja producidos por la innovación y la inversión acumulada requerida para producir dicha innovación. Sin embargo, añade, este ratio no mide con precisión “el cómo” la compañía ha llegado a un determinado resultado, para lo que propone un desdoble (ya utilizado por los economistas con anterioridad para calcular beneficios) que se apoye en un análisis DuPont, descomponiendo el ROII en tres componentes que aporten más significado a la empresa como: 1) Innovation magnitude (contribución financiera / ideas exitosas), 2) Tasa de éxito de innovación (ideas de éxito / ideas exploradas) y 3) Eficiencia de la inversión (ideas exploradas / capital y recursos operativos invertidos)
Pero como él mismo añade “¿Qué define una idea? y ¿Qué consideramos éxito?” por levantar algunas de las cuestiones no determinísticas que nos podremos preguntar a la hora de establecer indicares para la innovación.
Sobre la gestión por indicadores ya hemos hecho algunas consideraciones en otras entradas acerca de las Vanity Metrics (Measuring Urban Innovation), o en La eficiencia en el sector público. También recomiendo este excelente artículo del NewYorker que relata un caso extremo de gestión obsesiva por indicadores mal enfocada con resultados dramáticos.
En resumen, el breve recorrido que hemos llevado a cabo no hace más que reforzar el hecho de que existe una presión creciente en las empresas por llevar a cabo actividades de I+D+i debido a una conciencia fuertemente extendida de que la innovación es el único camino para la supervivencia a largo plazo. Sin embargo, esta necesidad, que no es nueva aunque se vea exacerbada en la “nueva realidad” actual, puede introducir graves tensiones dentro de las empresas entre eficiencia y esfuerzo innovador. Quizá en el fondo sea un debate falso acentuado por la obsesión en generalizar las recetas para aplicar aquí y allá procedimientos o manuales de éxito. Lo que para mí resulta más claro en todo este apasionante debate es que, para innovar, es necesario un plan. Quizá no un plan que marque con precisión lo que vamos a ejecutar cada día dentro de cinco años, pero que sí vislumbre un destino coherente con la organización que tenemos, que esté abierto a cambios continuos, a considerar planteamientos radicales, a la incorporación de entradas externas, y que sea capaz de crear el ambiente adecuado para aflorar y exprimir el potencial que toda empresa tiene en su interior. Será responsabilidad de la máxima dirección patrocinar un plan como este y engrasar las articulaciones para hacer irrelevante el compromiso entre innovación y productividad.
Referencias para elaborar este post:
You Need an Innovation Strategy. Gary P. Pisano. HBR.org
How to Really Measure a Company’s Innovation Prowess. Scott Anthony. HBR.org
How to Measure Innovation (To Get Real Results). Soren Kaplan
The Simple Rules os Disciplined Innovation. Donald Sull. McKinsey Quarterly
Blue Ocean Strategy: How to Create Uncontested Market Space and Make de Competition Irrelevant. W. Chan Kim, Renné Maugborgne
Organizing for Breakthrough Innovation. McKinsey Quarterly
Innovation in 2015. BCG Perspectives
At 3M, a Struggle Between Efficiency and Creativity. Bloomberg Business
The Eight Essential of Innovation. McKinsey Quarterly
Excelente artículo.
Guau. Sencillamente, muchas felicidades.